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DE PIBE, uno es arquero por vocación o por descarte: "Atajo yo" o "Vos, gordo, andá al arco". Pero predomina el descarte o el negociando ir y venir de incesantes arqueros siempre renovados: "Viejo, un gol cada uno… Ahora te toca a vos". Es decir que la vocación pateadora es primeriza, natural, instintiva. La atajadora, no. La primera tiene que ver con la ardorosa actividad infantil, la participación directa sólo limitada por el grado de iniciativa para correr como un desaforado detrás de la pelota. La arqueridad, en cambio, se vincula a un cierto grado de madurez. El que ataja es porque ha vivido. Aunque sea un poquito.
Y vivir es tener conciencia de la malaria –entre otras cosas–; trascender el juego y asumir que se puede perder: el arquero apuesta siempre y no tiene empate. Tanto el gordito que se banca las puteadas porque no le salió al habilidoso que venía con pelota dominada, como el vocacional que la perdió en un lujo y también es masacrado sin piedad, ambos aprenden de salida eso de "el puesto más ingrato". Como el referí, el arquero suele ser bueno cuando pasa inadvertido, cuando hace fácil lo difícil, cuando simplifica. Se repara en él cuando se equivoca y su error no es suyo solamente: todos los demás lo pagan por él y él paga por todos. Pobre, maneja culpas.
La figura en el marco
El arquero está bajo el arco de triunfo, bajo las maderas de la horca. Enmarcado, listo para el fusilamiento o el paspartout de la gloria, el arquero es el único protagonista trágico del fútbol. No tiene ninguno de los yeites que suministra el respiro, la borrada ocasional de tirarse un rato a la punta o devolverla rápido, como los volantes y delanteros. El arquero, no: los postes son muy finos para esconderse, la red es transparente… No es casual que en los "Grafodramas" de Medrano –aquella memorable tira gráfica unitaria de "La Nación"– los motivos deportivos fueran casi siempre protagonizados –agonizados– por el arquero: balinazo en el travesaño, pique en falso, fogonazo de fotógrafo enceguecedor. Porque hay una verdad espantosa: los goles se los hacen al equipo, pero el vencido es el arquero. Y fíjense si no: hay un premio para el goleador pero no para el hombre del arco… Los goles los hace uno, la valla menos vencida la defienden todos.
Que el arquero suele ser el hijo de la pavota está demostrado por la iconografía deportiva de todos los tiempos: los suplementos de los lunes se ufanan en mostrarlos en posición botella de jardín, abrazados a un palo como a un rencor, tomándose medidas para hacerse gorras… Alguna vez, si no es cuando atajan un penal definitivo, ¿se ve a un guardavalla abrazado, abrazador, sonriente o colgado del alambrado? Never, never. El arquero, masoca vocacional, listo para la crucifixión, es –además– el "culpable" del no gol y, casi siempre, el sospechable responsable del gol convertido. Como a Pascual Angulo, la rima; el arquero la culpa lo persigue.
Nomenclaturas
La cosa empieza ya en el nombre que describe su oficio, ambiguo si los hay: arquero. ¿Arquero de qué arco? Cualquier abombado sabe que en el fútbol no hay arcos sino, cuanto mucho, marcos… Los misterios de la semántica futbolera convirtieron un rectángulo en arco, transmutaron el receptor de los envíos en sinónimo de prodigador de dardos… El arquero nace ya con esa contradicción.
Hay otros nombres, claro. Como el Dios de Abraham, yo sospecho que tras tantas denominaciones no se pretende hallar la precisa sino ocultar el verdadero, el innombrable: cuidapalos –que no guardabosques–, guardavalla, el imbécil e incontrastablemente galaico de portero, el cajetilla guardameta, el vetusto goalkeeper, el insólito golero –¿por qué, dioses del Alumni, por qué?–, más todos los circunloquios de "el número uno" que se le ocurran al relator de turno, pasando por todos los epítetos de la tribuna. Tanta variedad sólo esconde la pobreza: nadie puede abarcar la singularidad total del que empilcha distinto, la maneja con la mano y, en el fondo, ni siquiera juega al fútbol: juega de arquero.
Y el arquero es el último en salir/entrar, al túnel y a la cancha. Papelitos y puteadas, sobre sus espaldas cargadas… Sobrelleva esas responsabilidades con la misma estoica entereza con que asimila sin onomatopeyas los apodos animales de los bichos que lo remedan: hay innumerables arqueros a los que llamaron "mono", como Blazina o Guibaudo, "oso", como Díaz o el actual Ferrero, o "araña" como Lev Yashin. Pero los arqueros han sido habitualmente "gatos", a lo Mussimessi o a la manera de Andrada. Ágiles, grandotes o de brazos largos, la red y los postes invitan a adivinar la jaula a su alrededor.
Y en esa especie de los arquéridos hay dos géneros, en las clasificaciones más difundidas: los atajadores y los jugadores. El primero, ataja; el segundo ataja y juega. Por la función redundante, al primer grupo suele denominárselo de los arqueros-arqueros, algo ya decididamente surrealista que a Linneo hubiera espantado. Pero a los arqueros, bichos de dura caparazón, no.
Por todas estas razones creo que ha llegado el momento de darle al arquero el lugar y la importancia que se merece: nos sacamos guantes y rodilleras del alma y, con el corazón y la pelota en la mano, instituimos el 27 de octubre "Día del Arquero".
Nunca más chanzas con la celebración que hasta ahora remitía al infinito. Que de aquí en más, de Ormeño a Camarattam del "Pato" Filliol al goleado goalkeeper de San Lorenzo de Mar del Plata, todos se encuentran bajo los palos del afecto en este día glorioso: no en vano, hace muchos años ya, ese día de octubre perdí dos dientes contra el poste de la canchita municipal de mi pueblo, pero la saqué. Sí señor, la saqué. Y ganamos.
Suena el silbato, señoras y señores…
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